Camino
sola, como siempre, pero esta vez es diferente. Pienso más de lo normal,
cuestiono lo arduo de nuestra existencia, lo mucho y poco que tenemos, el todo
y la nada que queremos y paso a paso mi comunicación interpersonal se
intensifica y me doy cuenta de que es hora de parar, parar de pensar y
respirar.
En
la universidad, todo es normal, ¿normal?, todo es igual en realidad.
Regreso
y me da asco el mundo.
Estoy
en “la casa” de nuevo, me siento asqueada, lo reprimo. Colaboro, soy poco
simpática, por no decir apática. Como, comemos, analizo cada movimiento y
siento que enloquezco, miro sus movimientos cinésicos, adaptadores,
ilustradores, reguladores y sé que no es normal estar alerta como un gato
identificando cada cosa y suponer o inferir cada uno de sus posibles malditos
significados. Respiro de nuevo, agacho la cabeza.
Abrazo
a mi gata, contra su voluntad, le canto, se mueve. Esta alunada. La voy a dejar
en la casa de un amigo para que se aparee con su gato. La dejare ir por primera
vez para satisfacerme, para saber que no soy igual que mis padres, tan
posesivos, aunque nada les pertenece.
Me
siento en el suelo de mármol, café y frio, me arrimo a un anaquel, cruzo las
piernas y pongo la laptop en mis piernas. Tengo la intención de continuar mi
tutoría de literatura, pero me doy cuenta de que no puedo hacerlo sin antes
escribir. Y escribo sobre lo que ha pasado en mi día hasta las 14:27 horas.
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